martes, octubre 20, 2009

El Cruzado y la Rosa Blanca

Un príncipe rojo encontró una rosa blanca. Se hallaba durmiendo muy bella entre la hierba; pequeñas gotas de rocío adornaban su tersa piel; un frío viento pasaba desapercibido. El príncipe la tomó en sus manos y la cobijó en un abrazo. Ella no lo sintió arrullada en un profundo sueño, más bien, suspiró entre nubes de algodón, mientras esperaba que el radiante sol le diera los buenos días.

Aún faltaban algunas horas antes que saliera el astro rey. El príncipe rojo ahora descansaba velando el sueño de su nuevo amor. La miraba atónito y ella ni cuenta, ni gracias. El rojo mancebo tenía la mirada triste, algo ida y en la distancia. Un reflejo de luna brillaba en sus pupilas. Eran reflejos de viejas lágrimas. Un pequeño torbellino agitó su corazón, su cuerpo también se agitó en un estrépito y soltó la flor dormida que cayó detenidamente en la grama. Nada podía despertarla de su letargo. El príncipe rojo la tomó y se la colocó en la solapa, aspiró su aroma y ella pareció reaccionar. Sus delicados pétalos se abrieron primero lentamente, luego casi de manera imperceptible.

El príncipe comprendió su torpeza y aceleró su marcha sobre aquel fondo azul de luna llena. Aún desperezándose del sueño la rosa preguntó: ¿quién eres tú, apuesto caballero? El príncipe se asombró de estas palabras y más aún del cumplido tan directo. “Vengo de mil combates, vengo del fragor de la batalla, vengo de la guerra cruel e impune. Vengo del ayer y me voy al mañana”.

“Tan sólo eres el Sol hecho carne”, le respondió la amada. “No ves que somos el uno para el otro. Yo rosa, tú soldado; yo dama, tú varón; yo diosa, tú semidios. Yo éxtasis, tú tormento; yo placer, tú dolor; yo paz, tú guerra”. El príncipe rojo quiso besarla pero sus labios tocaron sus espinas. La sangre manchó su vestido blanco pero la gasa amable absorbió el carmín intruso. “Tú eres guerrero, yo doncella, no entiendes…”. El remordimiento volvió a azotar el recuerdo del príncipe, culpas y trances forjados a punta de cañones, su corazón se precipitó hacia su espada y la clavó entre sus entrañas. Cayó sobre la hierba a la luz de la luna llorando rocío rojo aplastando a la dama de espinas contra su pecho.

Los lobos no dejaron resto de lo que fuera el príncipe, el sol calcinó todo vestigio de tan voraz amor. Sobre las praderas un espíritu ronda las noches de luna llena.