lunes, mayo 11, 2009

Beach bitch (Primera parte)

Aquel amanecer el sol parecía el Ojo de Dios. Una pequeña pelota de tenis naranja colgada entre las nubes grises, entre la brisa marina sucia de las plantas pesqueras. Una gran nube que lo cubría todo, parte del desierto y parte del mar también. El Sol impenitente subía en su terquedad misionera, alumbrando un día más, en su cuasi eterna vida alrededor de este planeta azul.

El muchacho salió de su chalet y decidió encender un cigarrillo pues el humo cenizo de sus puchos lo herían menos que el picor de la humedad matinal. Pateó una piedra mientras caminaba hacia el comedor y pensaba en la mujer que la noche anterior lo había tenido en vilo, en sueños húmedos y sin piedad. -Parece que está borracho- susurraba la gente al verlo pasar - no será que está drogado- suspicazmente se escuchó un comentario inocente entre risas también inocentes.
Su mirada era turbia, soñolienta y un halo de maldad reinaba en su nombre. Llevaba sus viejas botas y un cigarro mal fumado a medio fumar. Recordaba aquella canción triste, sabia de su juventud, recordaba sus viajes alrededor del mundo y sus experiencias con mujeres deshonestas y muy mal premunidas de sinceridad. Recordaba aquellos cuerpos de hule que jalaba contra sí entre tufo de whisky, vodka y Coca Cola.

En el comedor tomó unas tostadas y algo de café ácido y frío como la mantequilla que en bolitas sonreía cada desayuno a su paso por esta vida mantecosa amando las migajas de pan. Su pensamiento era todo Ella. Sus ojos, sus labios, sus dientes, su mirada maquinando sexo brutal y desenfrenado. Golpes y palabras sucias, le recordaban la noche anterior. Prendió otro cigarro al cual besó recordando sus besos sabios y salió caminando con su andar desgarbado como quien mató una pandilla de cuatreros y deja valientemente con miedo el bar.

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De vuelta de la oficina. Se sacó las botas y las tiró al otro lado del cuarto. La camisa se quedó encima del ventilador que botaba aire caliente y el pantalón sucio y despreciado volvió a dormirse entre ropa sucia de una silla de madera. Se quedó en calzoncillos y prendió un cigarro antes de quedarse dormido para pasar las dos horas en las que ella llegaría. Justo a las siete como todos los días. Dejaría la puerta abierta para que entre en silencio, fugaz y lo despertase desnuda sobre él sólo con su aroma de mujer planeta, de brisa de campos verdes y húmedos y sus manos calientes labradoras de barro e hijos de metal.

El se abrigaría con ella abrochando los huesos de sus caderas y ella tomaría su cabeza entre su pecho para lamerle el sudor de la cara y dejarse comer a dentelladas.

Noche en vela, humo azul a la luz de la luna. Silencio mudo como quien no quiere hablar. Castillos de arena allá en las playas rocosas y las olas reventando como en tempestad. Un grillo afina su flauta y el viento en huelga de hambre ulula en su llorar. Al despertar no estaba ella, ni su ropa ni su andar, la puerta estaba abierta como un rastro de herida hacia el mar. Corrió tras el aroma de campos verdes y húmedos y manos de calor singular. La encontró sentada en las rocas viendo las olas reventar. La luna iluminaba la espuma y ella paralizada, sentada desnuda, tenía su mirada sin mirar. Miraba hacia adentro en absorta y perfecta devoción. Comunicándose con ballenas que cruzaban témpanos de hielo en altamar. El se sentó y escuchó las ballenas pues el silencio entre ola y ola era muy sensato para compartir ese amar.

Los años pasaron iguales de azules, rojos y grises. Aquella playa de rocas no fue visitada más por la amada ni por el muchacho ni por las ballenas. La playa permaneció inhóspita sin albergar a nadie nunca. Un día se produjo una gran tormenta que borró del mapa su fisonomía original. En su lugar se instaló un botadero de desmonte y basura industrial. Con el tiempo la playa murió.(Continuará)

(1998)