miércoles, septiembre 17, 2008

“En Este Pueblo No Hay Rosas”

Reconoció un rencor olvidado en las entrañas de su alma. Se encontró cara a cara con aquellos viejos odios que desenterraba al teclado de su piano. Odios domesticados que se convertían en dulces canciones de amor y entonces se entregaba al piano y pensaba en ella viéndola fumar, en sus gestos de niña mujer, en sus incansables palabras: te amo, te amo, vacías de amor pero llenas de deseo.

Aquellos odios le habían enseñado a amar. Eran estacas en su corazón, eran parte de su aprendizaje. Quien ama las rosas las acepta con sus espinas. ¿No es cierto? Cerraba la tapa de la playa de su piano y se tomaba un trago brindando por ella. Por lo linda que había estado en su boda, por la manera que le dijo furtivamente siempre serás mi amante. Se había casado intempestivamente con un hombre que ella llamaba mi ángel, quien le decía: muñeca.

Las calles del pueblo estaban vacías y limpias, llenas de sol. Todos parecían estar en la playa; sólo algunas madres y pequeños recorrían el mercado haciendo la plaza semanal. Nunca te dije que te amaba, no es cierto? Creo que nunca me creerías, no te culpo, pero algún día lo entenderás. Aquellas palabras quedaban en el aire siempre y no entendía qué pasó entre ellos. En el camino del deseo no hay lugar para el amor. La pasión consume las almas en un infierno de soledad tras alcanzar el cielo en los brazos de la carne.

Habían odiado que su clandestino amor se haga público. Y hasta odiaron a los que conocían de su amor. No podían soportar que alguien se metiera en su vida, sobre todo en este enano pueblo chismoso como una cárcel.

En este pueblo no hay rosas amigo, nunca alguien me llevó rosas, creo que por eso aprendí a mentir, ahora quiero que se maten por mí. Nunca antes había escuchado algo tan serio en nombre del amor dicho con tanto odio en los labios.

Primero decidió dormir todo el día para tratar de olvidarla; después de tanto soñarla se negó el sueño y levitaba por horas al piano desterrando canciones de odio confundiendo sentimientos, privándose de palabras y comida. El hambre de volver a verla lo embotaba hasta la bilis y surgían sentimientos encontrados, navegando en la mar del desierto, contrapunto de luz y sombras, canciones sin letras, poemas sin música.

Él, la amaba por su arte, por su don. Ella lo amaba por su mirada que conoció toda una vida, aquellos ojos donde moriría una noche en la cama de algún hospital. Recorría su piel y la encontraba en cada centímetro. La amaría hasta la muerte.

Ella siempre se había reído de la poesía, de las palabras que la hacían enternecer. Siempre me reiré de la poesía, de las palabras balbuceadas en rima y soltaba una carcajada traviesa estridente de color. Aún recordaba sus últimas palabras: ¿Amor qué voy a hacer de mi vida? El sólo atinó a responderle: vívela de la mejor manera. Ella se marchó con un beso y le dijo yo te llamaré algún día.

(1998)