miércoles, noviembre 01, 2006

Veleros amarillos


Navegaba en sucios taxis amarillos. Su obsesión por el paiche la había vuelto una pastrula más. Chatas de ron en su bolsillo y un pacocha de hierba en el sostén.

Mirtha había sido contadora de una prestigiosa institución financiera.
Después de trabajar casi 30 años y hacer profesionales a sus hijos descubrió en la cochinada una nueva forma de vivir. Se abandonó a ellas. La pasta y la hierba. Fue su mejor amiga quien la indujo al vicio. También el stress, la depresión, la curiosidad. Quedarse viuda la remató.

En su casa el silencio era todo. Los chicos grandes. Una pensión acomodada. Y su amor al trago. No se quedó misia y sin dignidad. No vendió hasta el chico a taxistas lisurientos y jóvenes golosos. No la violaron hasta dos veces. Al menos no recordaba nada de nada. Pero ella siguió fumando. Siempre por la costa verde. Siempre en ticos amarillos. Siempre en el asiento de atrás. Desde Chorrillos hasta Magdalena y viceversa. Aquellos taxis eran sus veleros. Los choferes sus capitanes. Lanzaba piedras al mar en waikiki que llegaban a la polinesia y ella soñaba con bora bora.

Entre anticuchos y alfajores para la bajada. Las raíces blancas de sus canas no hacían ya juego con su pelo oxigenado. Engañaba muy bien a sus hijos que llamaban de Estados Unidos. Fumaba premier y se ponía histérica sino los conseguía. Apareció muerta en un pasaje del Rímac. Vieron que la tiraron de un station blanco. Un taxi con dos zambos adentro. Sin documentos. Durmió semanas en la morgue hasta que sus hijos se la llevaron. La cremaron y enterraron sus cenizas con papá. Hubiera preferido que la arrojen al mar para seguir navegando en sus veleros amarillos.